Así, con la soltura de quien lleva cien vidas vividas, me hizo el amor; mas me besó con la ineptitud del recién nacido que sólo sabe que ha venido al mundo para llorar.

27 marzo 2012

La mañana estaba preciosa, a diferencia de mi vida. El sol hacía entreverse buscándole las cosquillas al manzano que hay en frente de mi ventana. Es intenso, puesto que alcanza mi rostro sin pedir permiso a las cortinas. Me sentí con fuerzas sacadas de Dios sabe donde, para encender mi móvil tras tres días sin haber podido hacerlo. Me apuñaló el corazón el hecho de tener que ver nuestra foto en la pantalla. Dieciseis llamadas perdidas, cuatro mensajes de texto y alguno en el buzón de voz. Casi todas las llamadas eran de mi madre y de mis amigas. Y los mensajes... había uno de Hache. Lo abrí con miedo, decía: '¿Podemos vernos en un par de días? Necesito hablar contigo' El mensaje era de ayer, con lo cuál debía contestarle antes de mañana, aunque no mereciera contestación alguna. Me sentía impotente, sin saber reaccionar, ¿qué decir? ¿Me hiciste daño? Eso era obvio y supongo que lo sabrá. 'Mañana podemos vernos en el Parque Central a las seis. Te espero'. Apenas unos minutos después sonó el teléfono, era él: 'No hará falta que me esperes'. Era impropio de él contestar con rapidez, pero ya veo que la brevedad no la había perdido. No había dado señales de vida y ahora quería verme. No entendía nada y eso me hacía daño, yo siempre busco un por qué para cada minoría del mundo. En realidad, ansiaba el momento de verle, para qué negarlo, desde que le conocí siempre había sido así, nunca perdí el nudo asfixiante en garganta y estómago que se me producía antes de verle. Nuevamente en el ecuador del día necesitaba un respiro, era lo que últimamente me pedía el cuerpo. Salí, pero avisé para que luego no hubiera malentendidos de horas y esas tonterías que siendo madre acabaría entendiendo. Futuro lejano. Parque Oeste, como no, cinco de la tarde. Hoy la gente no se hacía notar, tal vez por la brusca bajada de temperatura que amenazaba a todo el país. Me volví a sentar en aquel banco, con mi gorro de lana y mi bufanda blanca a juego. El viento agitaba mis pestañas y penetraba en el abismo de mi chaqueta. En diez minutos no se acercó nadie por allí, aunque lo agradecí porque lo que necesitaba era estar sola y al fin lo había conseguido.Vi una sombra lejana que se acercaba por el horizonte de la calle Manhattan pero no le di importancia. Los gorriones inocentes habían sido los únicos capaces de animarse a salir con tal frío. Un paro cardíaco interrumpió mi cúmulo de pensamientos alocados, alguien había posado su mano en mi hombro.
- Sabía que estabas aquí, estaba totalmente seguro.

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