Así, con la soltura de quien lleva cien vidas vividas, me hizo el amor; mas me besó con la ineptitud del recién nacido que sólo sabe que ha venido al mundo para llorar.

18 febrero 2013

Un día amaneció con las nubes negras. Nada avecinaba lluvia pero la vida crecía entre matices grises. La cortina ni siquiera estaba abierta, para qué.
Un día normal, se creía el mundo. Una rutina que para nada buscaba superar lo extraordinario. Caras largas, mentiras, sonrisas falsas. Nadie parecía quererla. Una llamada lo cambió todo. Jodidos hipócritas, no tenéis medida. La veían siempre sonriendo y ese día su sonrisa faltaba y se notaba. Llovía. Sonaba imposible eso de que tuviera más de cien cortes, quién lo iba a creer. Días de larga espera, que si el cielo que si el mundo, personas yendo y viniendo, aunque al final todo desencadenó en lo que el mundo pensaba al verla postrada en cama. Cuando ella ya no estaba, la Luna pudo darse cuenta, tarde, de que sí había alguien que la quería.
Aquel chico la esperaba todas las noches a la misma hora a los pies del mar, encontrando poco más de una dolorosa ausencia que retumbaba en las rocas en las que moría dicho mar. Aquellas chicas imitaban su risa, quizá también intentaban que su presencia callada volviese a estar, aunque nunca lo consiguieran. Aquellos chicos extrañaban los andares de esa niña de la que jamás sabrán el nombre. Ellos ya no saben a quién recompensar el esfuerzo. Y es que ella desde allí arriba, sonríe al darse cuenta de que el otoño la echa de menos, por ello cada vez que llora, llueve, como el día en que murió.

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