Así, con la soltura de quien lleva cien vidas vividas, me hizo el amor; mas me besó con la ineptitud del recién nacido que sólo sabe que ha venido al mundo para llorar.

20 febrero 2013

Como cada mañana, vistiendo de traje, cara larga y café, me disponía a evadirme del hogar camino del trabajo. Aquella oficina hasta arriba de gente de vida idealizada cada día era más nauseabunda. Horas pasaban y ya me encontraba en un tren, malditos trenes, esperas eternas para trayectos breves, menudo horror. Algo me aliviaba observar el rostro, los gestos, de personas que colindaban con mi pesimismo. Al subir las escaleras para ascender al mundo y ver que de nuevo Madrid era nocturno, provocaba más suicidios que la ausencia. Cuando el día no avecinaba que las cosas fueran a peor, los vi. Eran dos jóvenes, bella era la imagen y abrumadora era la situación. Él parecía picarla, y ella le pegaba cual niña pequeña. De repente, tras cientos intercambios instantáneos de sonrisas calladas, ella se va, pero cual era la sorpresa de la chica al verse cogida del brazo masculino que tiraba de ella. Terminaron besándose. Para más inri, ella rodeo su cuello con sus finos brazos y el posó ligeramente las manos en su trasero. Era una imagen que me hizo sonreir a pesar de tal pésimo día. Al llegar a casa, me di cuenta de que quizá habia hecho algo ilegal, como fotografiar sin permiso aquella escena, pero era tan bonita que apenas me lo pensé, no lo pude resistir. Mostré la foto a mi mujer, con la que no atravesaba momentos fáciles, y al verla, sonrió. Sonrió como nunca antes, sonrió con la belleza de los cerezos orientales en primavera, como cuando éramos así de jóvenes y sólo nos bastaba besarnos para ser felices. Desde ese día somos otro matrimonio, y no sé qué tuvo esa fotografía para influir tan benevolamente en mi vida. Desde ese día busco perdidamente a los jóvenes para darles las gracias, de corazón.

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